jueves, 13 de marzo de 2008

"Perros", ficción corta de Alejandro Dolina, escritor y periodista porteño

Informe del secretario Li al Primer Ministro en la capital del Imperio.
Ilustre depositario de la confianza del Hijo del Cielo:
Como secretario de la Administración imperial y sin pasar por alto ni una sola de las humillaciones que convienen al protocolo, pido, sin embargo, permiso para despachadas a la carrera, en virtud de los graves hechos que me dispongo a denunciar.
En cumplimiento de misiones de rutina, he llegado a las cercanías de la antigua ciudad de K'uan-lo. Cuando nos estábamos aproximando, el jefe de la caravana me advirtió que me perfumara con unas esencias de fuerte aroma y me aconsejó que no perdiera la calma, ni demostrara temor ante cualquier suceso sobreviniente. Enseguida, formulé unas preguntas e impresionado aquel hombre por mi humilde investidura de funcionario imperial, me contó una historia, cuyos datos principales paso a consignar.
Hace muchos años, la ciudad de K'uan-lo fue un lugar agradable y de enorme importancia comercial. Las caravanas hoy tratan de no pasar demasiado cerca de sus murallas. Pero en tiempos de los Tang, era estación obligada en el camino hacia las ciudades marítimas del este. Sus habitantes; ensoberbecidos por una prosperidad que acaso no merecían, se aficionaban fácilmente a cualquier amaneramiento o costumbre exótica con el propósito de parecer refinados. Esta afectación no solamente se daba entre los mercaderes enriquecidos, sino también entre los nobles, los funcionarios y hasta en los ancianos supuestamente respetables.
Así, hace ya varios siglos, el príncipe Yu Kang sintió nacer en él una repentina devoción por los perros y encargó a sus secretarios viajeros que le trajeran ejemplares de todos los rincones del imperio,
Muy pronto, Yu Kang tenía en sus perreras animales de la más exótica procedencia: enormes cuidadores de ovejas de Manchuria, feroces perros lobo de Siberia, cazadores implacables del Afganistán, falderos venales de Pekín. Ordenó que se tratara a aquellos animales conforme a las prerrogativas de un viceministro. Asimismo, permitió que los perros ingresaran a sus aposentos más privados, los dejó retozar en sus finas sábanas, comer de sus platos y molestar a sus concubinas.
Los burgueses obsecuentes de K'uan-lo imitaron la conducta de su señor y trataron de alojar en sus viviendas la mayor cantidad posible de perros.
Pronto empezó a considerarse que la prosperidad de una familia estaba directamente relacionada con el número de animales que poseía. Y, como el señor ministro ya habrá adivinado, la ostentación enfermiza llevó a muchos a vivir pobremente sólo para poder alimentar a una vasta jauría.
Durante los paseos por los jardines públicos, los señores se hacían acompañar por toda la perrada. Las muchachas casaderas trataban de impresionar a sus pretendientes rodeándose de veinte o treinta perros, a los que llamaban continuamente por sus nombres para establecer que no se trataba de una proximidad casual.
Mi informante me reveló que los mercaderes de las ciudades vecinas empezaron a capturar perros para venderlos luego en K'uan-lo. En pocos años, casi toda la población canina de diez provincias estaba en una sola ciudad. Funcionarios del censo llegaron a calcular -de un modo extraoficial- que en el interior de las murallas hahía más de quince perros por cada persona.
Como su siempre festejada inteligencia ya le habrá permitido comprender, aquella situación no podía prolongarse sin generar alguna clase de tragedia. Muchas familias tuvieron que deshacerse de sus animales por no poder alimentarlos. Las calles se llenaron de perros sin dueño desesperados de hambre. Las autoridades aconsejaban no caminar llevando carne para no tentar a aquellos monstruos famélicos. Las cosas llegaron a tal extremo que nadie salía de su casa sin ser custodiado por un pequeño contingente de amigos armados.
Un comerciante que vivía cerca del río fue atacado por los perros que él mismo había expulsado unas semanas antes. Los animales se colaron por una ventana, comieron vorazmente todo lo que encontraron y -en el entrevero- mataron a mordiscones a un anciano sirviente.
Algunos vecinos pidieron ayuda al príncipe Yu Kang y le rogaron que enviara a sus tropas contra aquella amenaza. El príncipe no se apeó de sus obtusas inclinaciones y declaró que matar a un perro era tan grave como dar muerte a un ciudadano
En algunos barrios, el peligro era mayor. En el distrito alto, que llaman T'ai-shang, prevalecían los feroces carniceros de Ceilán, cuyos dientes producen una mordida oblicua y desgarradora. En los callejones aledaños al mercado, los perros acostumbraban a encerrar a los caminantes solitarios entre dos grupos de ataque que aparecían simultáneamente por una y otra esquina.
El día del cuadragésimo cumpleaños del príncipe Yu Kang se organizaron festejos en el palacio y en las calles. Se hicieron estallar petardos de bambú y se lanzaron al aire fuegos de homenaje. Los estampidos enloquecieron a los perros. Perdidos ya los últimos rastros de domesticidad, las bestias irrumpieron en la plaza de K'uan-lo y atacaron a quienes se hallaban festejando. Los niños, los ancianos y las personas débiles fueron las presas predilectas de aquellos demonios. Los caballos de los guardias eran derribados con certeras dentelladas en los hijares. Luego, en el suelo, los implacables chacales de Gobi buscaban la sangre generosa del cuello.
El poeta Tang Wu, que se hallaba presente en aquel lugar, compuso unos versos que, según la tradición, anotó en la pared con su sangre, antes de morir.
La agonía perturba mi estilo:
me insinúa versos temblorosos
e inevitablemente breves
Mi sangre es poca,
el tiempo es interminable.


Un batallón que regresaba de unas campañas olvidadas se rebeló contra Yu Kang. Su propósito era deponer al príncipe y luego ordenar la matanza o expulsión de los perros asesinos.
Yu Kang recibió un ultimátum pero no se rindió. Calculaba que los perros de la ciudad lo reconocerían como su aliado y lo defenderían. Nada de eso ocurrió. Los animales no tomaron parte de los combates, aunque sí recorrieron posteriormente el escenario de las batallas para mordisquear a muertos y heridos.
Los soldados leales al príncipe consiguieron derrotar a los sublevados pero el costo fue altísimo: muchos murieron y las familias que estaban en condiciones de hacerlo abandonaron la ciudad. Algunos meses después, el voluble Yu Kang cambió súbitamente su política. Unos maestros taoístas le habían enseñado ciertas técnicas para retener el aliento y conseguir la inmortalidad. El príncipe pasaba el día tratando de concentrarse en aquellos ejercicios.
Pero el perro, señor ministro, es un animal ruidoso. Por razones que desconozco, su naturaleza lo impulsa a ladrar por lo menos una vez cada diez segundos. Tales bullicios acabaron por exasperar al flamante adepto que, olvidando sus anteriores deferencias, ordenó matar a todos los perros de K'uan-lo.
Ya era demasiado tarde. Los fatigados guerreros de palacio poco pudieron hacer. Los perros eran muy diestros en pequeñas retiradas individuales. Les bastaba correr unos metros para ponerse a salvo, fuera del alcance del pesado hierro de la guardia. Además, ausentes los mercaderes y los proveedores, la tropa se quedó sin suministros. Muy pronto comenzaron las deserciones.
A fines del verano, el Príncipe Yu Kang abandonó la ciudad. Su caravana llevaba inicialmente cuarenta mulas y veinte carromatos cargados de riquezas y objetos de arte. Los perros -tal como lo hacen siempre- persiguieron al cortejo ladrando y metiéndose entre las patas de los caballos. Pero antes de una legua se pusieron tan hostiles y numerosos que fue necesario abandonar casi toda la carga y marchar a paso de huida en dirección al sur.
El resto ya lo estará anticipando la clarividencia ministerial. Los pocos habitantes que aún quedaban en K'uan-lo se fueron yendo de a poco. Dos años después de la huida del príncipe, sólo había perros en la ciudad. Ausentes los hombres, en cuya contigüidad encontraban sustento, los animales retornaron a sus ancestrales instintos de caza. Se alimentaron de las pequeñas alimañas del campo, de vacas u ovejas extraviadas y -cada tanto- de viajeros solitarios que pasaban por allí.
Las gentes de los pueblos vecinos empezaron a tomar precauciones: se mantenían a distancias cautelosas y se encerraban en sus viviendas durante la noche, temerosas de las excursiones que con frecuencia realizaban los perros más audaces de K'uan-lo.
Hasta aquí el relato que me hizo el guía. Los palacios y lujosas mansiones de la ciudad todavía están en pie. Nadie sabe lo que ocurre dentro de ellos. Tal vez los antiguos salones pavimentados de ónix y enfundados en seda, estén hoy revestidos de suciedad y profanados por la inmundicia de centenares de miles de perros.
Ahora estamos por pasar frente a las murallas. Nos hemos perfumado para atenuar el olor de nuestro cansancio que -según se cree- atrae a los perros cazadores. Acabo de saber que muchas caravanas son asaltadas y destrozadas por estas bestias. Con carácter oficial, le digo, señor ministro, que ya se han comido a muchos mercaderes. Desde mi honrosa investidura de secretario, me atrevo a saltear los rituales administrativos que garantizan el orden del Mundo para solicitar, perentoriamente, el envío de batallones imperiales. Es indispensable aniquilar a esta plaga.
Paso por alto los procedimientos de clausura porque el tiempo apremia, señor ministro. Puedo ver, en este mismo instante, la polvareda voraz que se aproxima. Percibo los ladridos, insigne funcionario que has oído la voz inconcebible. Confio en poder completar este informe.

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La agonía perturba mi estilo:
me insinúa versos temblorosos
e inevitablemente breves.
Mi sangre es poca,
el tiempo es interminable.
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En este verano 2008, "ñ", el semanario cultural del grupo editorial Clarín de Buenos Aires, reproduce ficciones cortas del periodista, escritor y conductor de ciclos radiofónicos, Alejandro Dolina. "Escritos Sudacas" como suele ocurrir, se aprovecha y hace otro tanto.

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