Blanquita
Crónica
Fue la simbólica compañera de la primera mala racha que uno afrontó con las cuestiones de la reproducción y los gozosos estertores. En realidad, de la reproducción poco y nada sabía uno. Pero detrás de los gozosos estertores algo interesante debia haber, a juzgar por algunas conductas de perros y gatos y por falsos testimonios de los más grandes, esos canallas que nos echaban el potrero del fóbal y nos mandaban a cumplir mandados
Esto ocurría apenas antes de despedirse uno de la niñez y de la educación primaria, urgido que estaba por convertirse en canalla sin más trámite.
Esto era: enfrentar los deberes de nuestro sexo y condición, llenarse los pulmones de humo, y practicar la inquietante gimnasia entre señores y señoras que proponían las revistitas de Barcelona. Había que terminar con la incertidumbre.
Y masturbarse con algún pretexto mayor, al menos. Contra viento y marea, contra la opinión de curas indiscretos y tías beatas.
Como todo pasa y todo queda, lo que debía ocurrir, ocurrió.
Los que ya se la habían meneado, con el artero recurso de excitar con cachondeces nuestro confuso apetito venéreo, lanzaban el desafío:
¿Y, pibe? ¿Le querés ver la cara a Dios o no?
La suerte estaba echada.
Uno imaginaba que la creciente firmeza en la propia entrepierna tendría el mismo efecto con el espíritu.
Uno imaginaba que la creciente firmeza en la propia entrepierna tendría el mismo efecto con el espíritu.
Pero no. Uno debía soportar la primera paradoja en serio de su vida, a años-luz del regazo de mamá: temblar como una hoja con las verijas tiesas.
Los conjurados echaban a rodar el ritual de iniciación y lo imponían a uno de las condiciones.Para estar con la Blanca del Parque, había que comprar una gaseosa de litro y no menos de cinco cigarrillos sueltos para los más grandes, encargados de celebrar la transacción con la bellísima meretriz, especialista en poner en autos sobre las cosas del querer a los aprendices de la vecindad. Estaba escrito.
El Parque era –es– el Rivadavia de Buenos Aires, Argentina, y el barrio, Caballito, en el centro geográfico de la capital. La horda de desalmados empujaba al incauto hacia La Dama de la Fuente, monumento artístico donado a la ciudad en 1931 por la próspera comunidad inmigrante catalana.
Lo que seguía era lo imaginable: coscorrones para fastidiar sin herir más cosa que el orgullo, burlas y malas palabras.
Blanquita había llegado al parque en la época de las vacas gordas, y el regalo catalán, obra del más grande escultor modernista de esa nación, Josep Llimona i Bruguera, fue instalado en el novedoso parque erigido en lo que fuera la quinta o casa de campo suburbana de una acaudalada familia patricia argentina, los Lezica, de esas merecedoras de blasones adornados por ganados y mieses. Desde 1942 y hasta su exilio, compartió el parque con el estupendo monumento ecuestre al libertador latinoamericano Simón Bolívar.
Blanca, Blanquita, o La Catalana, fue y es una obra singular en la rica estatuaria argentina de fines del Siglo XIX y las primeras tres décadas del XX, impulsada por las ansias de lustre parisino de los barones proteicos* de Las Pampas.
Blanca, Blanquita, o La Catalana, fue y es una obra singular en la rica estatuaria argentina de fines del Siglo XIX y las primeras tres décadas del XX, impulsada por las ansias de lustre parisino de los barones proteicos* de Las Pampas.
Está esculpida en mármol de Carrara, de tamaño natural, y luce sin pedestal. Es de una belleza abrumadora y accesible. Uno puede tomarla del hombro, o la cintura. Es el monumento menos monumental que uno puede conocer con su vista y su tacto directos.
Tal vez estas virtudes extraordinarias fueron la causa de sus desgracias.
Porque –con el mismo criterio primitivo con que los pre-adolescentes de la niñez de uno tomaron a la chacota la belleza inusual de Blanquita, degradándola para poder comprender tanta belleza– más tarde llegaron otros vándalos más peligrosos.
Éstos, forjados en el rigor de las mil y una formas de eliminar o someter al prójimo, tomaron muy en serio a la hermosa pagana modernista y terminar con ella sin el menor atisbo de humor.
Porque Blanca, Blanquita, o La Catalana fue secuestrada y desaparecida en 1969.
Así como se lee. Y no se trata de una broma de mal gusto acerca de un tema que siete años más tarde comenzara a edificar el genocidio de la última dictadura.En 1969 reinaba el cuarto y anteúltimo régimen militar que entronizó a un general católico ultramontano preconciliar, Onganía.
El cura de una de las iglesias notables de Caballito aunque afincada en el deslinde del barrio, Santa María, le tenía echado el ojo a La Catalana. La muchacha solía aparecer en las mañanas con sus pezones pintados con lápiz labial o carbonilla, y sus partes indicadas con toponimias pormenorizadas (“aquí culo”, “aquí cotorrita”, “teta”, "póngasela acá", por caso), con caligrafía escolar. Claro que los hombres de fe no creían que el fenómeno se debiera a acciones de bárbaros naives en estado de ebullición hormonal. Tenía que ser cosa del demonio ateo y modernista.
El piadoso sacerdote preparó su operativo. Convenció al Club de Madres barrial y las Madres respondieron como un solo hombre.
Se agenciaron de un tosco busto en cemento de pórtland de una madre terrenal con algo parecido a un niño en sus brazos y lo plantaron junto a nuestra Blanca.
El cura hizo luego lo suyo. Le propinó al monumento pagano la vecindad promiscua de una hornacina con una Virgen de Luján, santa patrona de la Argentina.
Trascartón, comenzó su campaña de sermones y cartas insidiosas e insistidoras. La voz de guerra fue algo así: “¿Cómo pueden convivir a metros de distancia la Sagrada Madre Celestial y la pureza de la madre terrenal con la lascivia herética de un desnudo pagano?”
La réplica era muy sencilla: nuestra Blanca del Parque llegó 38 años antes.
La réplica era muy sencilla: nuestra Blanca del Parque llegó 38 años antes.
Pero no. Al coño con Blanquita, don Llimona i Bruguera, y los catalanes.
Ese mismo año de 1969 el regalo fue a dar a un depósito donde pudo ser hallado por empleados sensibles de la dirección municipal de monumentos.
Discretas gestiones de catalanes y vecinos de Caballito tuvieron éxito parcial y la obra volvió a ver la luz y el verde tras dos años de encierro. Pero, claro en otro sitio. Plaza San Martín, al Norte del distrito financiero y exportador. Frente al Plaza Hotel, hoy Marriot, habitual anfitrión del jet set internacional. Gente distinguida, che...
Curiosamente, hoy, en este mismo día, la página oficial de Turismo de la Ciudad en Internet sostiene la coartada de los trasnochados inquisidores del ´69.
Dice hoy el democrático Gobierno de la Ciudad:
“Fuente de la Doncella o la Catalana -Florida y Av. Santa FeEs una escultura de mármol blanco, realizada por el escultor José Limona Bruguera quién visitó nuestro país en 1925 y fue recibido por los catalanes con una fiesta en el Hotel Plaza y estos le encargaron dicha obra.Representa a una mujer de tamaño natural inclinada sobre un surtidor del cual recoge agua. En un primer momento se pensó en colocarla en el Rosedal de Palermo, pero se eligió Parque Rivadavia. Fue inaugurado un 19 de julio de 1931. En 1969 los vecinos del barrio piden su traslado debido a que esta fuente se encontraba entre el monumento a la madre y el templete a la virgen de Luján y como se trataba de una mujer desnuda consideraban inadecuado que se encuentre en este lugar, piden el traslado y luego de decidir entre diferentes lugares se decide colocarla en esta plaza el 13 de noviembre de 1971, día en que se reinauguró nuevamente**.”
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* En ambas acepciones: relativos a las proteínas y que cambian de formas o de ideas.
** Amén de las redundancias, el dato es falso de toda falsedad: la única reacción organizada fue la protesta por el inicuo secuestro, de la que participaron vecinos notables, intelectuales, artistas y periodistas, como los poetas Conrado Nalé Roxlo, Antonio Requeni, Horacio Margoulián y Fermín Estrella Gutiérrez .
NOTA: Las negritas son de Blanquita.
© José Luis Agromayor
Setiembre de 2006
1 comentario:
¡Yo conozco esa plaza!
Jairo.
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