viernes, 11 de mayo de 2007

Trini

Cuento

Nunca pude siquiera imaginar un epílogo coherente para ese culebrón trunco. Y lo tenía.
Así se ve a la distancia de tres décadas ese ajedrez un tanto desquiciado que nos atrapó durante un año largo a Trini y sus hermanos Juan y Marijé, al Negro Alcorta y a un servidor, Angel Santiago. Eso, sin contar al dueño de la llave del entuerto, el psicoanalista de Trini, Jeremías Balzebuth.
El Negro y yo transitábamos con espíritu de fatuo orgullo ciertas costumbres comunes, buenas y no tan buenas pero marcadamente superficiales. En la treintena ambos, periodistas noveles, prometíamos. Algunos aciertos y buena disposición para el trabajo nos habían granjeado pequeños privilegios y responsabilidades dentro de un oficio en expansión. Éramos los jóvenes listos que nunca faltan en una redacción.
Trini Somoza aterrizó por el periódico en medio de la conmoción por la muerte del caudillo Juan Perón, en 1974. Aterrizar es el verbo adecuado para esa suerte de ángel caído de anteojos ahumados culo de botella y cabellera desprolija, viva imagen del estupor embolsada en jeans y chamarra gigantescos para su talla.
María de la Santísima Trinidad Somoza, meteoróloga recién recibida, llegaba para hacerse cargo de la sección correspondiente en el centenario matutino porteño. Era oriunda de Carmen de Patagones, en el confin sur de la provincia de Buenos Aires, donde la Pampa Húmeda comienza a transformarse en la salitrosa meseta patagónica.
Como segundo de Información General, me tocó el papel de tutor laboral de Trini. Por añadidura, tomé con mi pupila el papel de defensor de pobres y ausentes ante las mofas, sutiles y de las otras, que su carácter frágil atraía. Fui el primero en saber de sus bonitos ojos verdes almendrados, cuando se permitía llorar ante mí por las burlas y limpiaba sus culo de botella. El Negro tenía un especial don para sacar de quicio a la víctima preferida de sus zorrerías. Bastaba el capcioso saludo del columnista-estrella de Políticas (“-¡Hola, Somoza, preciosa viciosa!-”) para que Trini quedara al borde del soponcio.
Mil veces intenté que la muchacha entendiera a su reacción como el mejor incentivo para el muy guarro de Alcorta. Mis protestas ante él terminaban en sus bromas sobre mis intenciones incestuosas para con mi ahijada.
De a poco, fue madurando en mí la idea loca que no resultó tal:
Trini se estaba enamorando del Negro, morocho, argentino y seductor. Nunca se lo explicité a ella, pero sí al simpático canallita. Buscaba yo que sopesara el mal que podía hacerle a la endeble autoestima de Trini. Para mi sorpresa, la confesión de mi amigo cortó como un sable a un queso mis pretendidas dotes de taumaturgo. No se sentía enamorado, pero había algo con la provinciana que no lo dejaba dormir bien, me aseguró. Hablaba casi con temor. Por reflejo, estuve a punto de festejar con alguna burla la revelación, pero me contuve a tiempo.
Trini y el Negro habían hecho el tránsito de las riñas de cachorros a un compañerismo algo más maduro, cimentado por la militancia de ambos en el sindicalismo. Uno y otro ya me habían adoptado como cura confesor laico. Por cuerda separada, me juraban que entre ellos no pasaba nada. Les creí.
Por entonces, Trini viajó a su pueblo por unos días, y nos encomendó a su hermano Juan, quien aprovecharía la estadía de ella en Carmen para usar el apartamento.
Juan resultó una versión masculina de su hermana, algo menos hermético y de un registro de voz apenas más grave. Algo chapado a la antigua en su vestuario, se despachó, copas de por medio, sobre su trabajo –contable de una cooperativa– con el fervor de un astronauta contando su alunizaje. Lo que se dice, un compendio de tedio.
En el siguiente encuentro de solteros, Juan de Dios Somoza nos regaló a los postres de un puchero (cocido argentino de carnes y verduras) una semblanza de sus ancestros. maragatos, campesinos españoles de incierto origen semítico. o cartaginés, o de ambos, traídos al Virreinato del Río de la Plata en 1779, gente de espíritu indómito y voluntad de hierro. Esta disertación del contador Somoza resultó algo más llevadera, pero lo sustancial llegó en el tercer encuentro.
Ya sin la presencia del Negro, que Juan evitó con promesas de nuevos monólogos sobre indios y colonos de su comarca, éste se despachó con sus angustias.
Juan creía que su hermana estaba en serios problemas. En sus conversaciones esporádicas y en sus breves estadías en Buenos Aires, había observado cambios inquietantes en su hermana.
­ –No sé… ideas raras…. y ahora esa fascinación con su trabajo, que poco tiene que ver con su formación científica… y su apego enfermizo a este hombre…
En ese punto, con los mejores modales que encontré, detuve en seco la argumentación de Juan. No acepté que acusara al Negro con las típicas medias tintas que ya se perfilaban en la sociedad, Ideas raras… Faltaba que dijera algo habrán hecho. Además, su hermana no merecía el insulto de ser tratada como tonta.
–No te confundas, no hablo del Negro. Hablo del analista de mi hermana, Balzebuth.
La aclaración de Juan me acercó por primera vez ese apellido.
La última protagonista de la historia irrumpió en el verano 75-76. Otro viaje de Trini al sur acercó a Buenos Aires a Marijé, María de Jesús Somoza, hermana de aquella. Gente devota los Somoza de Patagones
A pesar de las casi nulas referencias que Trini dejó sobre el viaje de su hermana menor, Marijé se las arregló para aparecer por el diario. Resultó una réplica en negativo de la chica del tiempo. Los mismos ojos almendrados, pero color azabache y sin los lentes de hipermiope. Pelo renegrido y brillante y una figura avasallante. Tal vez, una ilusión creada por la lascivia felina de gestos y movimientos.
El Negro festejó como un hallazgo mi definición: una mujer de temer. La visitante bebía como un cosaco, y era de tomo y obligo.
Mucho temor no debió vencer el Negro junto a Marijé, pues los dos últimos días de la visita de Somoza chica, como la bautizamos, ambos permanecieron perdidos para el mundo.
El regreso de Somoza grande no fue muy afortunado.
Retomó su trabajo hosca como nunca. Algo había ocurrido en su reencuentro con Alcorta y ninguno de los dos abrió la boca al respecto.
Ya no se veían afuera.
A los pocos días, el huevo de la serpiente de la represión se abría paso a la quinta y más sangrienta dictadura militar de la Argentina.
Miles que lograron escapar a la muerte y al secuestro debieron exiliarse. Entre tantos, el Negro Alcorta y el desconocido Jeremías Balzebuth.
En el duro invierno de 1976, la noticia cayó como una puñalada. Trini se había quitado la vida. La llevaron intoxicada al hospital y el lavado de estómago llegó tarde. Ella se había ocupado de eso con la dosis. Pidió en una carta ser cremada, y hubo problemas durante unos días para cumplir con su voluntad por problemas con su identidad.
El Negro reconstruyó su vida en Suecia, y murió allí hace unos años, dejando familia. Dicen que nunca quiso volver y que no murió de nada en particular como no fuera la nostalgia.
Balzebuth encajó bien en la Universidad de Lovaina, Bélgica, como catedrático itinerante. Internet me permitió hace poco chatear con él y cerrar el círculo.
Supe a la distancia de su muerte. Me apenó mucho pero no me extrañó. Si hubiéramos hablado entonces, no le hubiera contestado nada. Balzebuth se adelantó a mi pregunta.

–¿Fue muchos años su paciente?

–Desde que empezó sus estudios en Buenos Aires.
–¿Usted supo de Alcorta y de mí?
–Sí. Y quédese tranquilo. Ambos fueron un refugio en el desierto que ella se inventó.
–¿Usted trató también a sus hermanos?
–Digamos que sí, amigo.
–No aparecieron nunca después del suicidio.
–No podían.
–¿Por qué no podían?
–Ya no existían.
–¿Cómo puede afirmarlo?
–Amigo Santiago: para la Justicia fue un suicidio, pero la verdad es que fue un crimen pasional por tres. ¿Me entiende?
–No.
–Se mataron entre los tres, uno al otro, no sé en qué orden.
–¿Cómo es eso?
–Los tres habitaban el mismo cuerpo.
–El de Trini.
–No. El de Juan de Dios. Haga la cuenta, asocie un poco. Dios, el Padre. Jesús, el Hijo. Queda el Espíritu Santo. ¿Qué da eso, periodista?
–La Santísima Trinidad.
–Aprobó, Ángel.




© José Luis Agromayor
Septiembre de 2006

6 comentarios:

àngels miarnau dijo...
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
àngels miarnau dijo...
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
àngels miarnau dijo...

Me ha parecido un cuento interesante y "juguetón". ¿Podremos disfrutar de otros?

Anónimo dijo...

Estimado José:

Una buena y una mala.
La mala es que el mensaje de tu "Trini" es injusto con dos importantes minorías de la humanidad, los fieles cristianos y las comunidades gay-lésbicas. La buena es que la trama me pareció original y el epílogo sorprendente.

Marutchka_hot@hotmail.com

José Luis Agromayor dijo...

Marutchka: Gracias por tu "buena" y por tu "mala". Las dos son buenas para mí.
Trini ya tiene vida propia y no creo que sea injusta con gays y lesbianas. Por el contrario, creo que tiene una mirada comprensiva y respetuosa para con dos comunidades minoritarias pero importantes.
Ni una ni otra se sienten insultadas si se las agrupa. Conozco muchos homosexuales hombres y mujeres de mucha fe, y sacerdotes cristianos que aceptan la homosexualidad -el sentimiento de atracción por individuos del mismo sexo, no sus relaciones sexuales. Puedes consultar mi afirmación con unos y otros.
Por mi parte, sin pertenecer a ninguno de los dos grupos, acepto incondicionalmente a ambos.

José Luis

PD:

Te mando este comentario por mail.
Te sugiero, si quieres escribirme alguna otra vez, que lo hagas desde tu cuenta y no con la función "anonimous", así te contesto con un simple click.

Trini Reina dijo...

Yo no lo he leído como un cuento religioso, sino como un cuento humano y me ha encantado la trama, el desarrollo y el final.

PD: Como Tu Trini, yo también tengo los ojos verdes y para más coincidencia, una hermana que se llama Jesús, si, como suena, sin María:):).

PD-2: Por supuesto que te dejo, para mi será un honor.

Encantada de pasar por aquí y de leer este precioso cuento. Un abrazo